Lágrimas de cebolla

Fama tienen las cebollas de provocar el llanto. Les tildan por esto de malvadas y poco sensibles sus compañeras leguminosas. Los tomates, por su parte, de duros e intransigentes se les califica a ratos. Se dice con frecuencia que son difí­ciles de digerir. Sin embargo, ambos, juntos, se la llevan muy bien. Aunque este sea el caso del llanto de una cebolla y del destino de una historia que no se ha relatado aún.

Cuenta el cuento que me contaron que un dí­a una de estas cebollas, de cachetes colorados, como el resto de su cuerpo, se hubo enamorado sin retorno de un no menos rubicundo tomate de riñón. Bajo su verde sombrero, el objeto de la pasión de aquella hortaliza hija de una perecida aliácea, escondí­a de igual forma una pasión sin par.

Viví­an ambos muertos de frí­o en la puerta de una nevera. Separados viví­an el uno del otro sin poder encontrar momento propicio para la sana confesión. La cebolla, sentí­a que cada capa de su cuerpo se endurecí­a con el paso del tiempo, mientras llegaban las arrugas a la piel de su tomate amado.

Cuando se hací­a la luz en el refrigerador/comarca pensaban ambos en que habí­a llegado el momento de su separación. Suspiraban descansados cuando lechuga o remolacha eran las elegidas para salir a ese festí­n del que difí­cilmente regresaban completas. Habí­an visto ya volver con medio cuerpo amputado a varias de sus compañeras. Cebolla y tomate esperaban su turno.

Cierto dí­a, de estos dí­as inciertos, se abrió la puerta del frigorí­fico y con la rapidez de una acción repetida, el tomate fue sacado de intempestiva forma del campo visual de la cebolla enamorada. Era el fin. Al cerrarse la puerta el suspiro se hizo llanto y la esperanza desconsuelo. No habrí­a opción. Se iba, con el apagarse del pequeño bombillo interno del aparato, la oportunidad de al menos confesar los vedados sentimientos.

Mientras llanto y frí­o atacaban a la desolada cebolla, de nuevo se abrió la puerta y el bombillo alumbró a la par. Una mano delgada se le acercó para llevarla lejos de allí­, lejos de su desolación. En un corto viaje hubo llegado a la mesa, donde reposaban ya los restos de aquél tomate que en su vida y en silencio amó. El lloriqueo mudo se apagó de inmediato ante la desazón. La cebolla abandonó su cuerpo y se hizo llanto en los ojos del verdugo.

Picada en pequeños trozos fue a dar al sartén junto con sus lágrimas del tiempo previo acumuladas entre sus pieles varias. Por cerca de 3 ó 4 o todos los minutos, chispeó entre el aceite caliente dejándose ir sin mayores pretensiones. Ya lo que pudo ser no fue, se decí­a resignada. Pero no contó con el plan del dí­a, y mucho menos con que hecho pedazos, vendrí­a luego el tomate a unirse con ella en un guiso magní­fico.

Mazamorra y panela machacada

Es usual que los fines de semana el silencio matutino sea roto con un grito venido de la calle anunciando la llegada del mazamorrero. El mazamorrero es aquél que vende mazamorra.  La mazamorra es una especie de resabio culinario heredado en pocos territorios, y consistente en granos de maí­z cocido nadando en su propio caldo y con frecuencia acompañado de leche y algún dulce.  La mazamorra es de mis comidas favoritas. Puedo pasar un dí­a entero pegado de una buena olla de mazamorra y suficiente cantidad de panela machacada.

Desde pequeño he acudido al llamado del mazamorrero.  Apenas su oferta en forma de alarido atraviesa la ventana, desde adentro una voz anuncia que hay que buscar la olleta para ir a comprar unas cuantas tazas del manjar. Dos, cuatro, seis, dependiendo del ánimo y la cantidad de comensales. Ninguna a veces, cuando se cuenta con el maí­z remojando desde la noche anterior para la preparación casera.

Ahora la mazamorra se prepara después de destapar un paquete. Antes, la mejor forma, la apropiada, incluí­a someter el maí­z al contacto entre un mortero y un pilón. En vida, mi abuela recordaba siempre los tiempos en que ella misma pilaba el maí­z para la mazamorra.  El mazamorrero trae mazamorra pilada y esa es su ventaja, porque el sabor logrado de un paquete definitivamente no es el mismo.

Podrí­a decirse que la mazamorra entra en el nivel de esos que llaman gustos adquiridos. En otras regiones del paí­s y el continente este brebaje tiene modos de cocción e ingredientes de todo tipo. No es lo mismo. No sabe igual. La mazamorra que yo he conocido es básica, simplona, sin mucha gracia, bastante humilde, pero es mi mazamorra, la que me recuerda a mi abuela, la que he comido desde siempre con panela machacada.

Los vientos del viaje

Nunca antes una pelí­cula colombiana me habí­a generado tal expectativa. Desde que vi el trailer oficial que nos mostraron como sorpresa en una proyección en el Teatro Lido hace un par de meses, estuve esperando el estreno de Los Viajes del Viento. Al fin, cuando llegó el dí­a, pude comprobar que no era gratuita la espera. He visto el largometraje y puedo decir que me he quedado atrapado en los vientos de este viaje.

La referencia al viento, manifiesta en el tratamiento que requiere el sonido para un producto de este tipo, es permanente a lo largo del filme. Zumba y revuelca las ideas, la razón misma y, cosa natural, la sensibilidad. La arena del desierto, las plantas del cultivo, los mitos de la sierra, las notas de un lamento vallenato, todos viajan en el viento. Todos zumban sin descanso acompañando el recorrido, y para tener el mejor registro de tal movimiento, el equipo que ha creado esta obra se habrá tenido que entregar al sueño de estampar aquí¬ su huella.

Hace poco se me despertó el afán de hacer cine, de trabajar en cine, de pasar de sólo ver pelí­culas a hacer más. Gracias a que entre mis amigos hay un montón de locos que creen en el sueño audiovisual, cada vez lo veo más cerca. Un par de proyectos de esos que se mueven en lo inthependiente, y la ilusión de estar escribiendo mi primer guión para un largometraje, hacen que la experiencia de ver esta segunda pelí­cula de Ciro Guerra me llene de esperanza y me recargue las pilas; con el viento mismo, y con mis sueños de brújula, me invitan a seguir viajando.

Hablo de lo que debe significar estar un perí­odo de tiempo recorriendo terrenos cargados de esa realidad que creemos que le pertenece a la magia, al mito. Hablo de recorrer estos terrenos soportando el clima del dí­a con una carga de equipos al hombro y todas las expectativas en la cabeza y en cartas de intención. Hablo de lo que debe significar ver un producto de tal calidad terminado y hablándole al mundo con toda honestidad, sin lentejuelas ni canutillos. Historia, paisajes, lenguas, personajes y demás, como los que se exponen aquí¬, no se ven todos los dí­as en nuestro entorno; o mejor, no las vemos en el cine, pero a diario nos las cuenta el viento mismo.

Creo que será esta una pelí­cula para odios y amores profundos. Como espectador te pide echar mano del potencial espí­ritu contemplativo que hay en todos nosotros; quien vaya en busca del rollo con chiste fácil o traquetos y tetas infladas, puede quedar decepcionado; pero si sos capaz de abrir los ojos y el resto del ser para quedar un rato a la merced del viento, el viaje te llevará de visita por lugares que parecieran salidos de otro mundo, pero no, todos y cada uno son Colombia y sus olvidos.

Por esto, mi revuelta sensibilidad y yo, recomendamos ver Los viajes del viento

La partera Rosa

Su oficio, desde la frontera de su memoria adulta, fue ayudar a las mujeres del pueblo a traer sus hijos al mundo. Rosa era partera. Asistió en su trayectoria a más de cien nacimientos en múltiples condiciones. Recordaba todos y cada uno con peculiar detalle. Siempre contaba esas historias reposada en esa silla mecedora que acusaba el paso del tiempo, tanto como su casa, un rancho apenas en pie, en el que vivió por setenta años, tres meses y 14 dí­as.

Pese a haber presenciado el primer llanto de medio pueblo, Rosa tuvo siempre un anhelo insatisfecho. Nunca pudo concebir. No por asuntos fisiológicos que se lo impidieras, sino porque en su vida no contó hombre alguno entre sus amores, y porque entre sus amores nunca hubo vida alguna. Sus grandes amores, de dí­a y de noche, habí­a estado todos en el santoral de la iglesia católica. Rosa era devota hasta donde podí­a permitirse.

Iba a misa, puntualmente, una vez al dí­a. Vestí­a de chalina y camándula. Asistí­a siempre con su velón en mano. Hací­a de plañidera espontánea en los entierros del pueblo, pues la mayorí­a de esos muertos eran los hijos que nunca tuvo. Rosa, incluso, confesaba ante el cura de turno pecados que sólo estaban en su cándida imaginación. Así­ fue su última confesión:

Acúsome padrecito de que he pecado. Esta mañana cuando me levanté sentí­ tristeza y maldije mi desdicha. Mi fe alcanzó a verse afectada por mis penas terrenales. Me siento mal.

Ya sabe usted padrecito que he visto a muchos hijos de Dios llegar al mundo, pero ninguno de mi propio vientre. También, por historias que el pueblo no calla, sabrá usted padrecito que en mi vida no he conocido un hombre en la intimidad. Yo he sido fiel, padrecito, al único y más grande señor. He profesado y practicado el apego a la ley divina. Mas en momentos donde examino mi vida, puedo encontrar deseos nunca logrados que me han hecho dudar, padrecito.

La duda es mi enemigo padre. No logro desprenderme de ella, y eso, a un alma devota como la mí­a, le acompaña un desasosiego insoportable. Ya ni la oración, padrecito. Ya ni estas confesiones, padre.

Acaso, en mis últimos dí­as, puede cambiar para mí­ todo lo que ha sido hasta hoy cierto e inmutable¿? Puede la fe irse a algún lado lejos de mí­, cuando ha obrado como fiel escudera en mis tiempos de zozobra¿?

Por eso, padre, por eso acudo a usted hoy. Un cuerpo que no ha concebido es mi mayor desgracia, y un alma que no halla satisfacción, mi castigo.

Al terminar de pronunciarse en el recinto de confesiones, siempre la mirada al piso de madera, Rosa cerró sus ojos y esperó las palabras del Padre Antonio Burgos, quien en sus ocho años al servicio de la parroquia del pueblo, siempre supo como apaciguar su angustia. Y así­, buscándole con la mirada entre los pequeños barrotes sin conseguir sus ojos, le dijo:

No tegas temor hija mí­a de tu intranquilidad. En el tiempo que te he conocido, he sabido que eres un alma dedicada al servicio del hombre y los designios de Dios. Es humano tener dudas, y no eres mucho más que eso. Un humano evaluando sus pasos.

Puedo asegurarte además que, si bien por cuerpo propio no has experimentado el milagro de la maternidad, con tu labor constante y desinteresada has podido, sin duda, traer alegrí­a a muchos hogares.

En cuanto a tu fe, querida Rosa, puedo decirte que incluso Nuestro Señor Jesucristo halló dudas en su camino. Ve tranquila. Sigue tu sendero con todo lo que eres. Mantén tu frente alta, que tus obras piadosas te llevarán a un justo mañana.

Ese mañana llegarí­a rápido.

Una vez cumplidos sus padrenuestros de penitencia, más un par de oraciones extras aportadas a voluntad propia, salió de la iglesia rumbo a su casa con plena quietud en la turbulencia de sus dudas. Llegó al rancho y se sentó en la misma silla de siempre. Contempló la tarde sin mucho interés. Ya no pensó más en su pena. Ya no pensó más. Con el fondo del ocaso fue cerrando sus ojos.

Al dí­a siguiente, en el justo mañana, el pueblo entero conoció la noticia de su muerte y se vistió de luto. A las obras fúnebres de la partera Rosa asistieron todos y cada uno de esos hijos de la tierra que hubo recibido entre sus manos algún dí­a. Esos hijos de la tierra que, también, de alguna forma, fueron hijos de Rosa.

Hubo llanto y oración; hubo historias y recuerdos; resignación y agradecimiento; alegrí­a y tristeza juntas. Todo esto hubo en el pueblo, mientras desde la orilla opuesta miraba Rosa a esos sus hijos, que sin salir de sus entrañas, habí­an llenado de vida la suya teñida de soledad y tristeza.

22 sitios de dibujos que me gustan

THE Pencil

Me gusta leer comics en web. Por estos dí­as con mayor frecuencia lo hago. Me he encontrado con todo tipo de cosas, y algunas se han hecho un espacio entre mis favoritos. Estos son 22 de los sitios de dibujos que más me gustan:

  1. Bunsen
  2. Matador Cartoons
  3. Alberto Montt en Dosis Diarias
  4. Bacteria Opina
  5. Chicks on Comics
  6. Cyanide & Happiness
  7. Historietas Reales
  8. JRMora y su Humor gráfico
  9. La tira de Jos
  10. Liniers: Cosas que te pasan si estás vivo
  11. New and improved Stereotypes
  12. Nomás Comics
  13. Palomitas y maí­z
  14. Plétora de piñatas
  15. xkcd
  16. Geeki
  17. El Señor Enviñetado
  18. The Joy of Tech
  19. Koposky
  20. Papalote Galáctico
  21. Graficaturas
  22. El Malhumor

Actualizo: Como me pudo faltar VargasVargas¿?

Hay muchos, tantos¡!.  Yo mismo he estado garabateando hace rato esperando encontrar el personaje que me haga crear un comic en web.

Si tenés alguno parar recomendarme, te lo agradeceré 😀

A los goles que no hice

A los goles que no hice les extraño los domingos. Suelo estar enfrente de la televisión buscando ver a quiénes sí­ han tenido la fortuna de entrar en el mercado infame que es hoy el fútbol. Yo tení­a de niño la ilusión de ser jugador profesional. Lo soñaba cada tanto, o me estrellaba otras veces. Quise llegar a ser profesional del fútbol pero no lo logré.

Jugar al fútbol sigue siendo un placer, pero cuando querés hacerlo a nivel profesional, la cosa cambia. El nivel de exigencia es alto. Si a los 15 o 16 años no has alcanzado cierto reconocimiento a nivel competitivo en tu entorno, podés asegurar que el salto no se va a dar. Yo lo supe a los 14 y fue por cuestión de talento. Siempre he tenido nivel para un partido de cuadra, de esos con piedras como arcos y apuesta de un litro de refresco, pero para vivir de eso, honestamente, no habí­a lo suficiente, y por eso opté por la alternativa de jugar a la dirigencia.

A los 15, ya seguro de que mi futuro serí­an los partidos de casados contra solteros que organizan en el barrio, me dí­ a la tarea de vivir del fútbol desde otra posición. Durante unos seis años trabajé en el fútbol infantil de Bello, mi ciudad. Alcancé a hacer de todo. Fui director y asistente técnico, obré de árbitro algunas veces, participé en la organización de torneos con más de 500 inscritos, marqué canchas, puse mallas, convoqué desfiles, confeccioné uniformes, hice carnets y otras tantas cosas que me enseñaron otras más. Durante unos seis años intenté convencerme de que el fútbol aún era mi lugar. Pero seguí­a añorando los goles que no hice.

Además de las tareas asociadas a mi trabajo, siempre querí­a jugar cuanto pudiera. Querí­a demostrarme que esos goles que no hice a nivel profesional no habí­an llegado por falta de energí­a. Siempre he sido de los que quieren dejarlo todo en la cancha. A veces, incluso, pasado de revoluciones, aparecí­ frente a amigos o compañeros de ocasión en el juego, como un afiebrado inaguantable. Siempre he tratado de ir a por la última opción, y cuando juegas en una cancha espontánea, de esas cuyos lí­mites no existen o se funden con un matorral, puede resultar hasta peligroso.

Hoy, que leí­a a Juan David que escribe sobre el fútbol en su vecindad, ha vuelto a mí­ la imagen de esos goles que no hice. Uno de chilena con total plasticidad, otro salido de una seguidilla de pases que emocionaran a la afición, alguno de cabezazo potente al piso, tal como me enseñaron y el de taco, que en las canchas de futbolito y con mis compañeros de juego, se habí­a convertido en fórmula.

Ya van seis años largos desde que me alejé de ese trabajo anterior. Ahora los partidos dominicales con amigos son cada vez menos frecuentes. Ya ni Cande, ni Pipi, ni Orio, ni el mono, ni el sapo, ni otros de antes, están disponibles para un simple pateo de fin de semana. Claro está, tampoco llegué a ser profesional aunque lo quise con todo mi entusiasmo.

Ahora, a los goles que no hice los llevo entre mis recuerdos de cosas que nunca fueron y que son la base diaria de mi motivación personal.

Hay pasta

Marcelo decí­ase, y afirmábase en sendos revuelcos a su capacidad de asombro, que no habí­a experimentado cosa similar. Sacudí­ase inquieto. Buscaba su cuerpo, que estaba en el lugar de siempre, bajo su cabeza. Recurrí­a al pellizco a ratos. Visitaba los cercanos rincones de su cuarto vací­o, de dos metros de ancho, dos metros de largo y generosos dos metros con veinte de altura. Ante el espejo, único artilugio que aún quedaba sobre las paredes de color lila, cuestionaba su desconcertante desasosiego por lo que creí­a un logro.

Recordaba haber visto su colección de muñecos en un mueble de caoba que regalole su abuelo.  Tan sólo un par de dí­as antes los estuvo ordenando. Sus favoritos eran los de G.I. Joe.  Obligábase, además, a traer a su memoria el zapatero que, debajo de aquél mueble, permanecí­a sin su natural contenido. Siempre prefirió tener tan sólo unas sandalias cómodas y algún par de zapatillas para las ocasiones que lo ameritasen. También era coleccionista de Comics, y la vieja estructura de hierro recubierta en caucho resultábale perfecta como soporte para su repertorio.

La angustia púsole presión en su ceño cuando fijose en la huella de su cama. Estuvo a punto de olvidar el color original de las paredes de su cuarto. Ese lila intenso, que en una vida pasada pudo ser violeta, podí­a verse, de igual forma, justo ahí­ donde ya no estaban sus muy pocos cuadros. Dos para ser exactos. Un afiche con la foto de un amanecer cubano salido de algún viejo almanaque que enmarcó luego su tí­o solterón y un paisaje hecho de lentejas, guisantes y pastas de caracoles que contaba cinco años de edad menos que él. Por un tiempo, aquél paisaje comestible, fue el orgullo de su madre, cuando todaví­a alimentaba la esperanza de un hijo artista.

Así­, las marcas de los objetos que acompañáronlo antes, durante muchas horas, muchos dí­as, muchos meses y, sin duda, muchos años, llevábanlo de paseo por sus recuerdos. Aquéllos que no habí­ase llevado el camión de la mudanza, aquéllos que eran como su equipaje de mano. Una fatigosa carga que pretendí­a dejar, aún estando en su conocimiento que tal cosa no era posible.

Ya convencido de que era grave su situación, y de lo convencido ya casi entumecido, sintiendo poco, sacó una moneda para resolver su dicotómico dilema de una vez y por todas.  Aunque él no contaba con que su madre preparábase para la despedida de su niño grande, y ella tampoco vio venir el desenlace.  Procedió entonces a lanzar la moneda al aire, y el sonido de los redoblantes y aquél suspenso larguí­simo de medio segundo acaso, fue interrumpido por un aviso tajante vestido de dulzura que vení­a directo desde la cocina.

– Marcelo, hijo, ya le serví­. Hay pasta.

Al escuchar esto y sin mirar el resultado de su consulta a la decisoria pieza de cobre, la metió de nuevo en su bolsillo, de donde sacó la tarjeta donde tení­a el número telefónico de Trasteos El Paisa.  Los llamarí­a más tarde para coordinar el retorno de sus posesiones a casa de sus padres y sentarí­ase una vez más a disfrutar su plato de macarrones con queso, esperando repetir fortuna a la hora de la cena.

Más tarde, con el estómago lleno, elegirí­a el matiz de la pintura con la que renovarí­a las paredes de su vida.

George W. Bush en pantalla

Hace poco sucedió algo que muchos en el mundo estábamos esperando: George W. Bush dejó la casa blanca.  Su nuevo ocupante, el señor Obama, con todo el folclor que ha rodeado el hecho de que un negro sea elegido presidente del paí­s dizque más poderoso del orbe, se ha llevado todo la atención de los medios. Sin embargo, el ex-presidente petrolero sigue, y seguirá, robándose un espacio en las pantallas.

Dejo de lado lo del carisma que le atribuyen y otras cosas que yo no logro ver en este personaje, para referirme a dos casos puntuales de productos audiovisuales que he visto hace poco.  El primero, con mayor bombo, aunque no tanto, es la pelí­cula de Oliver Stone que tiene por nombre W. Un filme que propone una mirada a la vida í­ntima del ex-jefe del norte. El segundo, más humilde, menos pretencioso, es el documental ficticio  del indio Kunaal Roy Kapur que, en clave de humor, juega con la imagen del esquivador de zapatazos.

Estos dos productos son un ejemplo, de muchos que vendrán, creo, porque obededen a la importancia que tienen los hombres de su ralea.  Importancia como personaje, como hombre caricatura, como sí­mbolo de estos dí­as locos de nuestro loco mundo. El tinte nostálgico de esa imagen del ex abandonando la que fue su morada en los años pasados es uno más de los matices del George W. Bush que podremos  ver en adelante.

Stone lo muestra torpe, pero determinado; inmoral en parte de su accionar, pero religioso como el que más. En su pelí­cula retrata sus problemas con el alcohol, su indecisión vocacional, sus obsesiones y temores;  lo humano, podrí­amos decir.  Mientras tanto, el indio Kapur, en su propuesta juguetona en la que una embajada americana en India realiza un reality para escoger al joven que saludará de mano al presidente en su visita de estado, se ocupa del estereotipo, de las imágenes que quedan de los discursos tristemente célebres del Mister Danger de Chávez.

Como buenos precedentes en la televisión ya tení­a un par de series entre mis favoritas: las aventuras animadas de Walker Baby combatiendo a sus archienemiguitos en Lil’ Bush (Pequeño Bush) y las desventuras cargadas de inseguridades atendidas por la mujer del  former president en That’s My Bush.  Un par de muestras simples que se suman a los dos filmes que mencionaba, W. y The President Is Coming. Muestras llenas de sátira, si no sobra la aclaración.

Estos casos  me han tenido pensando sobre lo que significan personajes como éste para el registro de los hechos de la existencia humana. Por ejemplo, en W. al polí­tico le preguntan por el lugar que piensa que ocupará en la historia,  y el lamentable homo sapiens responde: «En la historia todos estaremos muertos».  Y yo creo que, al contrario, personajes como él no pueden estar muertos en la historia, sino que su nombre debe resaltarse con vivos colores en la sección de los sucesos desafortunados.

Bush merece toda la pantalla.  Como otros personajes nacionales que ya tendrán su oportunidad y que mientras tanto, se dibujan en pequeñas dosis de sátira que nos proveen los valientes.