Alguna vez quise ser un pájaro. Soñaba yo con ir alzado en vuelo sobre las ramas del patio inmenso que había en la parte trasera de la casa de mis abuelos, y que daba justo a la calle principal del pueblo. Viajaba en el umbral de la hipnosis de los frutos del mango a la corteza raída del nogal que un día fue el orgullo de mamá Ana. Sin apuros, sin destino. Dos alas para procurarme el fluir de la vida y un pico que me asegurase el equilibrio enzimático.
Muchas noches, en la conocida posición de expectativa que suponen dos ojos queriendo escapar hacia la luna a través de la ventana, mi humanidad se engañó a sí misma y voló a la copa del árbol que coronaba el patio. Desde allí, altanero, gritaba mi conciencia cada sentimiento guardado entre las paredes construidas durante años por el rigor del ser social, pero cada grito formaba, al contacto con el aire, las ondas de un trinar. Iluso yo al pensar que el gorjeo era sonido ajeno al oído humano. Así, desprevenido, liberaba mis verdades inacabadas al aire frío de esas noches de pueblo perdido en el olvido que empezaba al terminar la carretera de llegada a Los Rosales.
Como yo, en Los Rosales siempre hubo soñadores que se imaginaron emular el vuelo de una golondrina o un turpial. Porque en Los Rosales no hubo nunca nada más que golondrinas y turpiales; así, nunca hubo nada más que imaginasen los soñadores. Cuestionable actitud aquella, que sólo podía comprenderse en la observación de la geografía del pueblo, rodeado de montañas a tal punto que el horizonte perecía en unas cortas 50 hectáreas en cualquier dirección.
Resultado de esa noche de euforia, de baile de onomatopeyas, de agitación de alas, vino una mañana de sol rotundo que golpeaba el cuerpo desnudo de quién aquí cuenta, extendido en mitad de la calle; esa principal que atravesaba las ocho manzanas que contaba el caserío.
Al abrir los ojos, atacados por el astro fulgurante que despuntaba al oriente con mayor fuerza que de costumbre, me encontré observado por un tumulto disperso que se alineaba a lado y lado de la calle, murmurando entre ellos historias de un loco que había aterrorizado al pueblo entero la noche anterior en una inusitada correría acompañada de improperios hacia el dios de sus cielos y los hombres de esta tierra.