La partera Rosa

Su oficio, desde la frontera de su memoria adulta, fue ayudar a las mujeres del pueblo a traer sus hijos al mundo. Rosa era partera. Asistió en su trayectoria a más de cien nacimientos en múltiples condiciones. Recordaba todos y cada uno con peculiar detalle. Siempre contaba esas historias reposada en esa silla mecedora que acusaba el paso del tiempo, tanto como su casa, un rancho apenas en pie, en el que vivió por setenta años, tres meses y 14 dí­as.

Pese a haber presenciado el primer llanto de medio pueblo, Rosa tuvo siempre un anhelo insatisfecho. Nunca pudo concebir. No por asuntos fisiológicos que se lo impidieras, sino porque en su vida no contó hombre alguno entre sus amores, y porque entre sus amores nunca hubo vida alguna. Sus grandes amores, de dí­a y de noche, habí­a estado todos en el santoral de la iglesia católica. Rosa era devota hasta donde podí­a permitirse.

Iba a misa, puntualmente, una vez al dí­a. Vestí­a de chalina y camándula. Asistí­a siempre con su velón en mano. Hací­a de plañidera espontánea en los entierros del pueblo, pues la mayorí­a de esos muertos eran los hijos que nunca tuvo. Rosa, incluso, confesaba ante el cura de turno pecados que sólo estaban en su cándida imaginación. Así­ fue su última confesión:

Acúsome padrecito de que he pecado. Esta mañana cuando me levanté sentí­ tristeza y maldije mi desdicha. Mi fe alcanzó a verse afectada por mis penas terrenales. Me siento mal.

Ya sabe usted padrecito que he visto a muchos hijos de Dios llegar al mundo, pero ninguno de mi propio vientre. También, por historias que el pueblo no calla, sabrá usted padrecito que en mi vida no he conocido un hombre en la intimidad. Yo he sido fiel, padrecito, al único y más grande señor. He profesado y practicado el apego a la ley divina. Mas en momentos donde examino mi vida, puedo encontrar deseos nunca logrados que me han hecho dudar, padrecito.

La duda es mi enemigo padre. No logro desprenderme de ella, y eso, a un alma devota como la mí­a, le acompaña un desasosiego insoportable. Ya ni la oración, padrecito. Ya ni estas confesiones, padre.

Acaso, en mis últimos dí­as, puede cambiar para mí­ todo lo que ha sido hasta hoy cierto e inmutable¿? Puede la fe irse a algún lado lejos de mí­, cuando ha obrado como fiel escudera en mis tiempos de zozobra¿?

Por eso, padre, por eso acudo a usted hoy. Un cuerpo que no ha concebido es mi mayor desgracia, y un alma que no halla satisfacción, mi castigo.

Al terminar de pronunciarse en el recinto de confesiones, siempre la mirada al piso de madera, Rosa cerró sus ojos y esperó las palabras del Padre Antonio Burgos, quien en sus ocho años al servicio de la parroquia del pueblo, siempre supo como apaciguar su angustia. Y así­, buscándole con la mirada entre los pequeños barrotes sin conseguir sus ojos, le dijo:

No tegas temor hija mí­a de tu intranquilidad. En el tiempo que te he conocido, he sabido que eres un alma dedicada al servicio del hombre y los designios de Dios. Es humano tener dudas, y no eres mucho más que eso. Un humano evaluando sus pasos.

Puedo asegurarte además que, si bien por cuerpo propio no has experimentado el milagro de la maternidad, con tu labor constante y desinteresada has podido, sin duda, traer alegrí­a a muchos hogares.

En cuanto a tu fe, querida Rosa, puedo decirte que incluso Nuestro Señor Jesucristo halló dudas en su camino. Ve tranquila. Sigue tu sendero con todo lo que eres. Mantén tu frente alta, que tus obras piadosas te llevarán a un justo mañana.

Ese mañana llegarí­a rápido.

Una vez cumplidos sus padrenuestros de penitencia, más un par de oraciones extras aportadas a voluntad propia, salió de la iglesia rumbo a su casa con plena quietud en la turbulencia de sus dudas. Llegó al rancho y se sentó en la misma silla de siempre. Contempló la tarde sin mucho interés. Ya no pensó más en su pena. Ya no pensó más. Con el fondo del ocaso fue cerrando sus ojos.

Al dí­a siguiente, en el justo mañana, el pueblo entero conoció la noticia de su muerte y se vistió de luto. A las obras fúnebres de la partera Rosa asistieron todos y cada uno de esos hijos de la tierra que hubo recibido entre sus manos algún dí­a. Esos hijos de la tierra que, también, de alguna forma, fueron hijos de Rosa.

Hubo llanto y oración; hubo historias y recuerdos; resignación y agradecimiento; alegrí­a y tristeza juntas. Todo esto hubo en el pueblo, mientras desde la orilla opuesta miraba Rosa a esos sus hijos, que sin salir de sus entrañas, habí­an llenado de vida la suya teñida de soledad y tristeza.

22 sitios de dibujos que me gustan

THE Pencil

Me gusta leer comics en web. Por estos dí­as con mayor frecuencia lo hago. Me he encontrado con todo tipo de cosas, y algunas se han hecho un espacio entre mis favoritos. Estos son 22 de los sitios de dibujos que más me gustan:

  1. Bunsen
  2. Matador Cartoons
  3. Alberto Montt en Dosis Diarias
  4. Bacteria Opina
  5. Chicks on Comics
  6. Cyanide & Happiness
  7. Historietas Reales
  8. JRMora y su Humor gráfico
  9. La tira de Jos
  10. Liniers: Cosas que te pasan si estás vivo
  11. New and improved Stereotypes
  12. Nomás Comics
  13. Palomitas y maí­z
  14. Plétora de piñatas
  15. xkcd
  16. Geeki
  17. El Señor Enviñetado
  18. The Joy of Tech
  19. Koposky
  20. Papalote Galáctico
  21. Graficaturas
  22. El Malhumor

Actualizo: Como me pudo faltar VargasVargas¿?

Hay muchos, tantos¡!.  Yo mismo he estado garabateando hace rato esperando encontrar el personaje que me haga crear un comic en web.

Si tenés alguno parar recomendarme, te lo agradeceré 😀

A los goles que no hice

A los goles que no hice les extraño los domingos. Suelo estar enfrente de la televisión buscando ver a quiénes sí­ han tenido la fortuna de entrar en el mercado infame que es hoy el fútbol. Yo tení­a de niño la ilusión de ser jugador profesional. Lo soñaba cada tanto, o me estrellaba otras veces. Quise llegar a ser profesional del fútbol pero no lo logré.

Jugar al fútbol sigue siendo un placer, pero cuando querés hacerlo a nivel profesional, la cosa cambia. El nivel de exigencia es alto. Si a los 15 o 16 años no has alcanzado cierto reconocimiento a nivel competitivo en tu entorno, podés asegurar que el salto no se va a dar. Yo lo supe a los 14 y fue por cuestión de talento. Siempre he tenido nivel para un partido de cuadra, de esos con piedras como arcos y apuesta de un litro de refresco, pero para vivir de eso, honestamente, no habí­a lo suficiente, y por eso opté por la alternativa de jugar a la dirigencia.

A los 15, ya seguro de que mi futuro serí­an los partidos de casados contra solteros que organizan en el barrio, me dí­ a la tarea de vivir del fútbol desde otra posición. Durante unos seis años trabajé en el fútbol infantil de Bello, mi ciudad. Alcancé a hacer de todo. Fui director y asistente técnico, obré de árbitro algunas veces, participé en la organización de torneos con más de 500 inscritos, marqué canchas, puse mallas, convoqué desfiles, confeccioné uniformes, hice carnets y otras tantas cosas que me enseñaron otras más. Durante unos seis años intenté convencerme de que el fútbol aún era mi lugar. Pero seguí­a añorando los goles que no hice.

Además de las tareas asociadas a mi trabajo, siempre querí­a jugar cuanto pudiera. Querí­a demostrarme que esos goles que no hice a nivel profesional no habí­an llegado por falta de energí­a. Siempre he sido de los que quieren dejarlo todo en la cancha. A veces, incluso, pasado de revoluciones, aparecí­ frente a amigos o compañeros de ocasión en el juego, como un afiebrado inaguantable. Siempre he tratado de ir a por la última opción, y cuando juegas en una cancha espontánea, de esas cuyos lí­mites no existen o se funden con un matorral, puede resultar hasta peligroso.

Hoy, que leí­a a Juan David que escribe sobre el fútbol en su vecindad, ha vuelto a mí­ la imagen de esos goles que no hice. Uno de chilena con total plasticidad, otro salido de una seguidilla de pases que emocionaran a la afición, alguno de cabezazo potente al piso, tal como me enseñaron y el de taco, que en las canchas de futbolito y con mis compañeros de juego, se habí­a convertido en fórmula.

Ya van seis años largos desde que me alejé de ese trabajo anterior. Ahora los partidos dominicales con amigos son cada vez menos frecuentes. Ya ni Cande, ni Pipi, ni Orio, ni el mono, ni el sapo, ni otros de antes, están disponibles para un simple pateo de fin de semana. Claro está, tampoco llegué a ser profesional aunque lo quise con todo mi entusiasmo.

Ahora, a los goles que no hice los llevo entre mis recuerdos de cosas que nunca fueron y que son la base diaria de mi motivación personal.

Hay pasta

Marcelo decí­ase, y afirmábase en sendos revuelcos a su capacidad de asombro, que no habí­a experimentado cosa similar. Sacudí­ase inquieto. Buscaba su cuerpo, que estaba en el lugar de siempre, bajo su cabeza. Recurrí­a al pellizco a ratos. Visitaba los cercanos rincones de su cuarto vací­o, de dos metros de ancho, dos metros de largo y generosos dos metros con veinte de altura. Ante el espejo, único artilugio que aún quedaba sobre las paredes de color lila, cuestionaba su desconcertante desasosiego por lo que creí­a un logro.

Recordaba haber visto su colección de muñecos en un mueble de caoba que regalole su abuelo.  Tan sólo un par de dí­as antes los estuvo ordenando. Sus favoritos eran los de G.I. Joe.  Obligábase, además, a traer a su memoria el zapatero que, debajo de aquél mueble, permanecí­a sin su natural contenido. Siempre prefirió tener tan sólo unas sandalias cómodas y algún par de zapatillas para las ocasiones que lo ameritasen. También era coleccionista de Comics, y la vieja estructura de hierro recubierta en caucho resultábale perfecta como soporte para su repertorio.

La angustia púsole presión en su ceño cuando fijose en la huella de su cama. Estuvo a punto de olvidar el color original de las paredes de su cuarto. Ese lila intenso, que en una vida pasada pudo ser violeta, podí­a verse, de igual forma, justo ahí­ donde ya no estaban sus muy pocos cuadros. Dos para ser exactos. Un afiche con la foto de un amanecer cubano salido de algún viejo almanaque que enmarcó luego su tí­o solterón y un paisaje hecho de lentejas, guisantes y pastas de caracoles que contaba cinco años de edad menos que él. Por un tiempo, aquél paisaje comestible, fue el orgullo de su madre, cuando todaví­a alimentaba la esperanza de un hijo artista.

Así­, las marcas de los objetos que acompañáronlo antes, durante muchas horas, muchos dí­as, muchos meses y, sin duda, muchos años, llevábanlo de paseo por sus recuerdos. Aquéllos que no habí­ase llevado el camión de la mudanza, aquéllos que eran como su equipaje de mano. Una fatigosa carga que pretendí­a dejar, aún estando en su conocimiento que tal cosa no era posible.

Ya convencido de que era grave su situación, y de lo convencido ya casi entumecido, sintiendo poco, sacó una moneda para resolver su dicotómico dilema de una vez y por todas.  Aunque él no contaba con que su madre preparábase para la despedida de su niño grande, y ella tampoco vio venir el desenlace.  Procedió entonces a lanzar la moneda al aire, y el sonido de los redoblantes y aquél suspenso larguí­simo de medio segundo acaso, fue interrumpido por un aviso tajante vestido de dulzura que vení­a directo desde la cocina.

– Marcelo, hijo, ya le serví­. Hay pasta.

Al escuchar esto y sin mirar el resultado de su consulta a la decisoria pieza de cobre, la metió de nuevo en su bolsillo, de donde sacó la tarjeta donde tení­a el número telefónico de Trasteos El Paisa.  Los llamarí­a más tarde para coordinar el retorno de sus posesiones a casa de sus padres y sentarí­ase una vez más a disfrutar su plato de macarrones con queso, esperando repetir fortuna a la hora de la cena.

Más tarde, con el estómago lleno, elegirí­a el matiz de la pintura con la que renovarí­a las paredes de su vida.