La partera Rosa

Publicado hace 15 años

Su oficio, desde la frontera de su memoria adulta, fue ayudar a las mujeres del pueblo a traer sus hijos al mundo. Rosa era partera. Asistió en su trayectoria a más de cien nacimientos en múltiples condiciones. Recordaba todos y cada uno con peculiar detalle. Siempre contaba esas historias reposada en esa silla mecedora que acusaba el paso del tiempo, tanto como su casa, un rancho apenas en pie, en el que vivió por setenta años, tres meses y 14 dí­as.

Pese a haber presenciado el primer llanto de medio pueblo, Rosa tuvo siempre un anhelo insatisfecho. Nunca pudo concebir. No por asuntos fisiológicos que se lo impidieras, sino porque en su vida no contó hombre alguno entre sus amores, y porque entre sus amores nunca hubo vida alguna. Sus grandes amores, de dí­a y de noche, habí­a estado todos en el santoral de la iglesia católica. Rosa era devota hasta donde podí­a permitirse.

Iba a misa, puntualmente, una vez al dí­a. Vestí­a de chalina y camándula. Asistí­a siempre con su velón en mano. Hací­a de plañidera espontánea en los entierros del pueblo, pues la mayorí­a de esos muertos eran los hijos que nunca tuvo. Rosa, incluso, confesaba ante el cura de turno pecados que sólo estaban en su cándida imaginación. Así­ fue su última confesión:

Acúsome padrecito de que he pecado. Esta mañana cuando me levanté sentí­ tristeza y maldije mi desdicha. Mi fe alcanzó a verse afectada por mis penas terrenales. Me siento mal.

Ya sabe usted padrecito que he visto a muchos hijos de Dios llegar al mundo, pero ninguno de mi propio vientre. También, por historias que el pueblo no calla, sabrá usted padrecito que en mi vida no he conocido un hombre en la intimidad. Yo he sido fiel, padrecito, al único y más grande señor. He profesado y practicado el apego a la ley divina. Mas en momentos donde examino mi vida, puedo encontrar deseos nunca logrados que me han hecho dudar, padrecito.

La duda es mi enemigo padre. No logro desprenderme de ella, y eso, a un alma devota como la mí­a, le acompaña un desasosiego insoportable. Ya ni la oración, padrecito. Ya ni estas confesiones, padre.

Acaso, en mis últimos dí­as, puede cambiar para mí­ todo lo que ha sido hasta hoy cierto e inmutable¿? Puede la fe irse a algún lado lejos de mí­, cuando ha obrado como fiel escudera en mis tiempos de zozobra¿?

Por eso, padre, por eso acudo a usted hoy. Un cuerpo que no ha concebido es mi mayor desgracia, y un alma que no halla satisfacción, mi castigo.

Al terminar de pronunciarse en el recinto de confesiones, siempre la mirada al piso de madera, Rosa cerró sus ojos y esperó las palabras del Padre Antonio Burgos, quien en sus ocho años al servicio de la parroquia del pueblo, siempre supo como apaciguar su angustia. Y así­, buscándole con la mirada entre los pequeños barrotes sin conseguir sus ojos, le dijo:

No tegas temor hija mí­a de tu intranquilidad. En el tiempo que te he conocido, he sabido que eres un alma dedicada al servicio del hombre y los designios de Dios. Es humano tener dudas, y no eres mucho más que eso. Un humano evaluando sus pasos.

Puedo asegurarte además que, si bien por cuerpo propio no has experimentado el milagro de la maternidad, con tu labor constante y desinteresada has podido, sin duda, traer alegrí­a a muchos hogares.

En cuanto a tu fe, querida Rosa, puedo decirte que incluso Nuestro Señor Jesucristo halló dudas en su camino. Ve tranquila. Sigue tu sendero con todo lo que eres. Mantén tu frente alta, que tus obras piadosas te llevarán a un justo mañana.

Ese mañana llegarí­a rápido.

Una vez cumplidos sus padrenuestros de penitencia, más un par de oraciones extras aportadas a voluntad propia, salió de la iglesia rumbo a su casa con plena quietud en la turbulencia de sus dudas. Llegó al rancho y se sentó en la misma silla de siempre. Contempló la tarde sin mucho interés. Ya no pensó más en su pena. Ya no pensó más. Con el fondo del ocaso fue cerrando sus ojos.

Al dí­a siguiente, en el justo mañana, el pueblo entero conoció la noticia de su muerte y se vistió de luto. A las obras fúnebres de la partera Rosa asistieron todos y cada uno de esos hijos de la tierra que hubo recibido entre sus manos algún dí­a. Esos hijos de la tierra que, también, de alguna forma, fueron hijos de Rosa.

Hubo llanto y oración; hubo historias y recuerdos; resignación y agradecimiento; alegrí­a y tristeza juntas. Todo esto hubo en el pueblo, mientras desde la orilla opuesta miraba Rosa a esos sus hijos, que sin salir de sus entrañas, habí­an llenado de vida la suya teñida de soledad y tristeza.